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Fuerzas antagónicas, cargadas de emotividad, chocan en nuestro interior con el pretexto de saciar las necesidades. El deseo y el temor luchan entre sí llenando el ambiente de conflictividad: enfrentamiento entre impulsos opuestos.
Es entonces cuando sentimos nuestra vida condicionada por semejante situación de rivalidad y desafío intrínseco.
El espacio vital se inunda de angustia y ansiedad, provocando trasformaciones de personalidad que pretenden atenuar y mitigar semejante tormento.
Agitación de lo interno que se decora de cierta conmoción física. Desde el exterior, fuerzas estimulantes, bruscas y súbitas, como resulta de vivencias intensas.
su presencia, a veces, nos paraliza, otras nos inactiva, algunas nos incita en la lucha. Tenemos respuesta rápida y organizativa con la finalidad esencial de posicionarnos frente a nuestro entorno, respondiendo con los argumentos de la supervivencia.
Como decía Sócrates: “La vida examinada es la única que merece ser vivida”. Por tal motivo es bueno, pienso, que la percepción de nuestra existencia sea un continuo parar, sentir lo vivido y reflexionar sobre ello.
Seguramente semejante actividad debe ser mucho más gratificante que ver y dejar la vida pasar sin más. Sin hacer de la experiencia vivida una fuente de sabiduría y continuo aprendizaje. Incluso ante el sufrimiento, la aceptación reflexiva de las situaciones adversas nos puede ayudar a mesurar todo en su justa medida. Creo que las realidades son las que son y no aprender a asumirlas es una desagradable condición que aumenta el desasosiego vital.
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